- Constantino Bértolo, editor y crítico.
- Ksenija Bilbija, profesora de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Wisconsin-Madison.
- Violeta Medina Méndez, poeta y periodista.
- Iván Vergara, poeta y editor.
- Carolina Espinoza, periodista y responsable de edición de Meninas Cartoneras.
Hoy queremos compartir las reflexiones de Ksenija Bilbija, a quien agradecemos su generosidad al ceder estas palabras para nuestro blog.
Una década de las editoriales cartoneras:
Cuentos corrientes y cuentas no saldadas
Cuentos corrientes
El
cuento al que voy dando cuerpo tiene múltiples principios y no tiene un final.
Está desplegándose en un cuento corriente cifrado por el doble vínculo
etimológico del vocablo latín contus:
el de narrar y el de calcular. Su
articulación, sin embargo, implica un deber y una responsabilidad a pesar de
que contarlo significa remontarse en los pliegues de la ficción, entregarse a
las posibilidades de la duplicidad de la trama y desembocar en un final huidizo
debido a las cuentas no saldadas. La
trama gira alrededor del mercado y su protagonista es el libro.
La historia
fundacional cuenta con tres protagonistas y uno más, este último anónimo: era
la noche de un otoño porteño y, tras cenar una milanesa, Javier Barilaro,
Washington Cucurto y Hernán Bravo Varela caminaban hablando sobre el arte.
Corría el año 2003 y Buenos Aires estaba sumergida en la más profunda crisis
económica. La retórica de la cotidianidad contaba con el corralito, asambleas
barriales, cacerolazos, trueques. A esto se sumaban cuatro presidentes
reemplazados en el plazo de dos semanas (entre diciembre de 2001 y enero 2002)
y cientos de miles de cartoneros. Abril era también el mes en el que la Policía
Federal desalojó la fábrica Brukman, que hacía un año y medio había sido
recuperada por sus trabajadoras. Para ellos el nuevo milenio comenzó con el cierre
de cientos de fábricas y la creciente taza de desempleo, así que
aproximadamente 40.000 ciudadanos que antes trabajaban como camareros,
zapateros, metalúrgicos, mucamas y que tenían trabajos estables, se vieron
obligados a rebuscar todas las noches el material reciclable en las avenidas de
la capital. El número de los
desempleados que la calle reclutó fue multiplicado por diez de una semana a la
otra en los primeros meses del 2001.
Indudablemente,
los tiempos eran difíciles y los tres artistas discutían las trabas que se les
imponían a las editoriales que querían publicar libros de poesía. Abril era
también el mes en el que las elecciones presidenciales más inciertas de la
historia argentina se cruzaban con la XXIX Feria del Libro. Mientras que las estadísticas
electorales se dividían en el espectáculo de tres candidatos peronistas, las
igualmente vergonzosas estadísticas lectorales indicaban que la Argentina
estaba en el trigésimo primer lugar entre 35 países en cuanto a
lectocomprensión. A la vez, el precio del papel subió el 300% y muchas
jpequeñas e independientes editoriales tuvieron que cerrar la producción. Esto significaba que el país que siempre
estaba en la vanguardia literaria ahora podía publicar solamente los best sellers. No sorprende que los organizadores creyeran
que, mientras durase la crisis económica, mantenerse significaba crecer, pero
sí llama la atención que sellos como Fondo de Cultura Económica creyeran en la
posibilidad de vender Aristóteles a
85 pesos o que Losada exhibiera Poesía I
de Oliverio Girondo a 49 pesos, cuando el salario mínimo (de los que tenían el
empleo) constaba de 280 pesos.
Sólo
podemos intuir los pormenores de la discusión en la que estaban metidos los
tres artistas, pero la charla no les impidió que se detuvieran cuando se
toparon con el restante protagonista del cuento fundacional, el que se
mantendrá anónimo, y quien les informó que hacía dos días que no comía
nada. “Con la mano derecha empuñaba una
lata de refresco y en la axila izquierda sostenía un cuadrado de cartón. Los
tres hurgamos en nuestros bolsillos para extraer una moneda, pero rechazó el
gesto con un manotazo al aire”, cuenta el poeta mexicano Hernán Bravo Varela.
“Perdónenme, pero no soy limosnero -dijo en tono condescendiente-. ¿Por qué mejor
no me compran mi cartón?”. El hombre me tendió su mercancía y, a cambio, le
entregué el peso con cincuenta centavos que habíamos reunido entre los tres.
Cruzamos en silencio un par de cuadras antes de que Cucurto me pidiera el
cuadrado de cartón. Haciendo un alto lo desdobló y, con cara juguetonamente
filosófica, nos lo mostró a Barilaro y a mí. “¿Y qué pensás hacer con eso?”, le
preguntó Barilaro mientras apuntaba al cartón extendido frente a nosotros. “No
me vayas a salir con que libros”, repuse riéndome.”
El
resto es historia y como todas las historias, especialmente las fundacionales,
tiene mucho de lo que nunca encontrará su traducción en palabras y que se
mantendrá esbozado pero silencioso, tal como indica la “h” inicial del vocablo
polisémico. Washington Cucurto, el poeta, y Javier Barilaro, el artista
plástico, ambos argentinos, empezaron a hacer libros de cartón. Pronto se les
sumó la artista y galerista Fernanda Laguna. Tres meses más tarde, en agosto de
2003, empezaron a vender en las calles de Buenos Aires los primeros ejemplares
con tapas de cartón. Se compraba el cartón de los cartoneros y se les pagaba
por un kilo tres veces más de lo que recibían de las plantas de reciclaje.
Luego ese cartón se recortaba y transformaba en las portadas de los ejemplares
que contenían las fotocopias de los cuentos y poemarios donados por escritores
de renombre como Piglia, Fogwill y Aira. Cada libro fue pintado a mano en el
proceso en el que participaban todos los que querían colaborar: desde los
cartoneros y sus hijos hasta los vecinos y otros artistas que se sumaban al
proyecto. La editorial fue bautizada Eloísa Cartonera y sus libros no llevaban
la marca de los derechos del autor. La
frase “Agradecemos al autor su cooperación, autorizando la publicación de este
texto” sustituía el símbolo de copyright
y reflejaba la filosofía de la editorial, que resaltaba el deber de publicar y
difundir libros baratos, accesibles al lector si el autor les otorgaba el
permiso de publicación. Al negarse a
obedecer a la lógica del mercado llamado libre, habían reivindicado una
libertad para el consumidor y dado el primer salto en la minada rayuela
capitalista: copyright había sido reemplazado por copyleft. Su interés estaba en lo comunitario y
solidario, pero resultó que no eran los únicos protagonistas culturales que
querían formarse fuera de las reglas del libre mercado. O que tal vez quisieran
resemantizar y apropiarse del significado del adjetivo libre.
No
todas las editoriales cartoneras pudieron seguir este modelo pirata. Tanto Animita Cartonera de Santiago de Chile,
como la limeña Sarita Cartonera, tuvieron que acceder a las vías estatales y
conseguir el permiso de publicación.
Gracias a este trámite administrativo los títulos
publicados por Sarita son depositados legalmente en la Biblioteca Nacional del
Perú.
cuentas no saldadas
La idea
del cuarto protagonista de la historia fundacional, el hambriento hombre
anónimo que en vez de mendigar andaba recogiendo cartones, impulsó la creación
de lo que en los últimos diez años algunos antropólogos culturales habían
denominado el movimiento y otros el fenómeno de las editoriales cartoneras.
Tampoco faltan los que lo ven como una franquicia. Se mantendrá anónimo pero en
este momento de la fábula fundacional asume el papel del peor pagado inventor,
porque por su revolucionaria y genial idea que nunca
llegó a
convertirse en una patente cobró la regalía de sólo un peso y medio.
Más
allá del reciclaje literal que hacen los libros cartoneros, el cartón usado
implica un capital simbólico en el proyecto de descontaminación y reciclaje
socio-cultural. La "basura" que los cartoneros recogen, técnicamente
el producto cuyo valor ha sido agotado, en realidad tiene valor, tanto como los
cartoneros mismos, seres humanos que tienen valor a pesar de que han sido
relegados al estatus de detrito de la sociedad.
A la fecha, América Latina cuenta con unas 53 editoriales cartoneras,
Europa con 13 (7 en España), una en África (Mozambique) y una en EEUU (Rosalita
Cartonera en Madison), lo que indica la rapidez y el dinamismo de su expansión
en la sociedad globalizada. Dentro del sistema capitalista de libre mercado las
editoriales cartoneras plantean la solidaridad. No se preocupan por controlar y
vigilar la diseminación de la idea, no existe una autoridad central y la
proliferante red cartonera disfruta de las libertades de la democracia
informática introducida por Internet.
Y si uno quisiera verlos como una franquicia iniciada con el modelo
argentino, sería una variante que da un nuevo significado al vocablo libre: no
sólo no existe un acuerdo entre diferentes editoriales cartoneras sino tampoco
la protección en términos de regalías de la marca comercial “cartonera” ni tasa
de asesoramiento.
Parece que los únicos que no reciben dinero por el
trabajo invertido en los libros cartoneros son los escritores, que ceden los
derechos de su trabajo a las editoriales cartoneras para patrocinar el proyecto que se dedica a
generar mano de obra tras la venta de libros. En ese sentido, estos escritores
funcionan como inversionistas que otorgan legitimidad y prestigio a los
escritores incipientes con los que comparten los catálogos de las editoriales.
Lo hacen también para ser leídos por los que en otras circunstancias tal vez no
habrían podido comprar el libro. Pero hay algo más que va a la par del valor
artístico, con ese «algo» que supera las palabras y los números, o sea, los
cuentos y las cuentas, y que está cifrado en la ideología de las editoriales
cartoneras. El poder y el valor de un libro cartonero están también en el
placer generado alrededor de su producción. Es como si el aura benjaminiana que
la obra de arte perdió en la época de su reproductibilidad técnica ahora
estuviera reciclada en el libro cartonero. Pero esta vez no hay nada oculto ni
misterioso en el aura, más bien todo lo contrario, su historia es predecible y
bien conocida: envuelve el pasado de basura rescatada, el intercambio de dinero
entre el cartonero y la editorial, el toque de mano de obra del taller, el
ambiente comunal en el que cualquiera que esté presente puede cortar las tapas,
doblarlas, escribir títulos y nombres de escritores en las portadas con colores
distintos y mientras tanto escuchar una cumbia… toda una praxis que le otorga tanto la unicidad como la
autenticidad al producto final.
En el
noveno piso de la Biblioteca de la Universidad de Wisconsin-Madison, en la
sección designada a los libros raros, especiales, junto con las Biblias y otros
textos sagrados de los siglos anteriores, están unos 420 volúmenes hechos de
cartón, en la mayoría de los casos, sacado de la basura de alguna urbe
latinoamericana o europea. Todos únicos,
como son únicos los lectores que los leen, con tapas pintadas a mano y los
lomos que no indican ni el nombre del autor, ni el título de la obra. Estos
volúmenes se rebelan al orden bibliotecario que requiere que los libros nunca
muestren sus caras. Irónicamente, esta
biblioteca es el único lugar en el mundo donde están juntos los ejemplares de
Brasil, Argentina, Bolivia, Paraguay, México, Perú, Chile, España,
Mozambique. Son objetos que escaparon
del destino de convertirse en basura;
también del destino de ser transformados en la pasta de la que se
produciría el papel reciclado.
Años
atrás, en 1941, Borges concibió el universo como una biblioteca. Sin ninguna duda, fue uno de sus tópicos
predilectos. La voz narradora sugería
que todo, su pasado, presente y futuro, estará escrito en uno de los volúmenes.
Generaciones de sus lectores disfrutaron de la sensación de perderse
mentalmente buscando el significado de su existencia entre los libros reales y
metafóricos, nítidamente organizados.
Siguen haciéndolo en el siglo XXI aunque el tablero del juego ha
cambiado con la llegada del Internet.
Borges prometía que “en algún anaquel de algún hexágono […] debe existir
un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás […]”.
Hasta ahora, parece que nadie ha encontrado tal libro. Supongo que la búsqueda continuará por años,
si no siglos, pero me alegra que la biblioteca ahora esté hospedando también
los libros cartoneros. Y ésos,
definitivamente, encierran una verdad que no estaba en los volúmenes borgeanos:
que el destino sí puede cambiarse y que no está sujeto a lo que está escrito.
(una
versión extendida de este texto ha aparecido en Nueva Sociedad, Buenos Aires, No. 230, Noviembre-Diciembre 2010; pp.
95-114.)
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